Derechos humanos y víctimas de la guerrilla. El diálogo imposible.
Por Alejandra Conti
Primero les pusieron una bomba. Así llegó la violencia de los ‘70 a la casa de los Lozano.
La puerta, especialmente reforzada por Domingo, el padre de la familia, frenó la onda expansiva, que hizo estragos en la planta baja, pero no llegó a las habitaciones donde dormían el matrimonio y sus seis hijos. Los vidrios de todas las casas de la cuadra estallaron, al igual que los de los autos estacionados.
El ataque fue parte de una serie de 20 atentados simultáneos en la ciudad de Córdoba en 1973. Domingo Lozano era ejecutivo de Renault, la empresa francesa de automóviles, en la que había empezado a trabajar 18 años antes como obrero no especializado. Los grupos armados apuntaban especialmente a esas “multinacionales”.
La violencia de cada día, tiroteos, secuestros, amenazas, asesinatos, dejaba de ser algo ajeno y mostraba su peligrosa cercanía.
A la bomba, le siguió un segundo ataque. Lozano era gerente de la División Forja, estuvo encerrado dos días en su oficina, como rehén de la agrupación sindical que tomó la fábrica. Una modalidad de la época, las agrupaciones más radicalizadas copaban las fábricas y tomaban de rehenes a los jerárquicos. En esta oportunidad, tras su liberación, llegó a su casa con las huellas de los cortes que se había hecho con los vidrios de una ventana al intentar escapar.
El tercero fue el final, ocurrió el domingo 10 de octubre de 1976.
Domingo Lozano, su esposa, Aída Delia, y sus tres hijos más grandes, Delia, de 14 años, Pablo, de 16 y Alejandro, de 17, salían de la parroquia Sagrada Familia donde habían asistido a misa. La iglesia está en barrio Pueyrredón, entonces un barrio tranquilo de casas bajas cercano al centro. El día era soleado, tranquilo. Iban cruzando la calle Buchardo para volver a su casa, que quedaba a una cuadra y media, entre los comentarios habituales con los conocidos y las risas de los chicos.
En eso, una voz preguntó: “¿Lozano?”. Domingo, que llevaba una guitarra en la mano derecha, se dio vuelta para ver quién lo llamaba. De la nada, apareció una chica que tomó a Aída Delia por la espalda y la apartó a la fuerza de su marido, mientras otra persona, un varón, le disparaba a Domingo un balazo en la cabeza y, cuando ya había caído al piso, cuatro más en el torso. Los tres atacantes huyeron con otro que los esperaba en un auto.
Delia, la hija, recuerda aún hoy el ruido de los disparos que le cortó la respiración. Después, el caos, el vértigo, los gritos, la desesperación, la blusa de su madre manchada de sangre, su hermano llorando, abrazado a su papá que ya estaba muerto.
Unos amigos levantaron el cuerpo de Lozano para llevarlo a un hospital. La mamá permaneció con los hijos, los abrazó y se fueron a su casa. Los siguieron no menos de 40 adolescentes que formaban el grupo de la parroquia que los Lozano con otros matrimonios habían coordinado durante los últimos años.
Delia, que hoy tiene 62 años, rememora en llanto esos momentos inmediatamente posteriores al crimen.
“Cuando llegamos a casa mi mamá nos reunió a todos, a sus hijos y a los 40 chicos del grupo. Uno de mis amigos le dice, ‘Delia, lo vamos a vengar. Te juro que lo vamos a vengar’. Mi mamá lo mira y le dice, ‘No te equivoques. No se equivoquen. Lo van a vengar, pero lo van a hacer con el amor, siendo las mejores personas que puedan ser’. Acababan de matar a mi viejo y dijo eso”.
A los pocos días la agrupación que mató a Domingo Lozano emitió un comunicado diciendo que el operativo “se había efectuado de acuerdo a la planificación, cumpliéndose la retirada de la fuerza en perfecto orden y sin bajas”.
Delia recuerda que su madre armó alrededor de ellos una especie de fuerte virtual. Solamente entraban familiares y los amigos de siempre. No permitió que se les acercara nadie que los pudiera utilizar políticamente. No aceptó hablar con ninguna asociación de víctimas. “En esa época no se sabía quién era bueno y quién era malo. No tenías idea de dónde venían las balas. No tenías idea quién mentía ni quién decía la verdad”.
Delia reconoce que su madre hizo un esfuerzo descomunal para que los seis hijos pudieran continuar sus vidas de la manera más normal posible. Desde el mismo día del asesinato puso todo su empeño para que sus hijos tuvieran siempre presente al padre, pero disociada su imagen del asesinato. Delia festejó como cualquier chica su cumpleaños de 15, dos meses después de la muerte de Domingo. Las reuniones en la parroquia, las fiestas, las juntadas con amigos; todo lo que hubiera que hacer se hacía.
Sin embargo, años después, el dolor reapareció y se agudizó cuando empezaron a ver, a escuchar y a leer testimonios de exguerrilleros, víctimas ellos mismos de la represión de la dictadura. Hablaban de ese pasado en los términos en los que un militar explica una derrota por una estrategia inadecuada, pero sin hacer mención a los asesinatos y el dolor causado con su accionar.
La primera vez que Delia Lozano reaccionó públicamente ante esta nueva realidad fue en 1995. En una edición de Hora Clave, el programa de Mariano Grondona, apareció el ex militante montonero Jorge Reyna, con un discurso reivindicativo de la violencia:
“Frente a mi historia política… todo lo contrario de arrepentimiento. Yo me enorgullezco. Es la columna vertebral que me sostiene vivo después de todas las cosas que viví, de haber estado preso, de haber sido torturado, de haber visto torturar a mi mujer (…). De eso no me puedo arrepentir; al contrario, lo reivindico. (…)”
También agregó una amenaza a su discurso: “Si siguen empujando al conjunto o a una parte del pueblo argentino al abismo y a la marginación social van a engendrar nuevos montoneros en este país”.
Delia dice que sintió como si le “escupieran en la cara”. El impacto la impulsó a escribir una carta a la producción del programa, al que fue invitada para la semana siguiente.
El diálogo no llegó muy lejos. Reyna reconoció que había habido “situaciones horribles”, pero comenzó a teorizar sobre las razones históricas de lo que pasó, desde los enfrentamientos entre unitarios y federales hasta el bombardeos en Plaza de Mayo. Toda la historia argentina explicaba el accionar montonero. “A eso no lo planteamos nosotros”, insistía.
Lo que estaba diciendo Reyna es que la muerte del padre de Delia y otras víctimas era el precio a pagar para llegar al ideal revolucionario de una sociedad más justa. Y cuando se terminaron los argumentos, echó mano a la comparación de dolor contra dolor: “Vos me decís que sufriste. ¿Y vos sabés cómo iba con mi hijita de 3 años de la mano y la pastilla de cianuro preparada?”. No había arrepentimiento alguno en su planteo, solo autojustificación.
Estaba Hebe de Bonafini en el estudio, la fundadora de Madres de Plaza de Mayo. La acompañaba un grupo de jóvenes hijos de desaparecidos. Delia cuenta que pensó: “Pobres chicos, a ellos les pasó como a mí, que les mataron a los padres. Somos iguales”. Pero cuando terminó su participación y se retiraba del estudio Bonafini le descerrajó un “facha hija de puta” que le hizo caer el alma al piso.
“Para ellos y para el Estado, el crimen de mi papá no existió. Por eso años después, cuando se me acercaron dos periodistas acepté contar la historia en detalle”, agrega Delia. (*).
En lo que sí tenía razón Reyna era en que no habían sido los Montoneros los que mataron a Domingo Lozano. Fue otra agrupación la que se adjudicó el crimen: la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO). Poco conocida, de mucha menor envergadura que Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP, brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores). Esos eran los dos grupos más fuertes y de más actividad en la época, los que más ataques produjeron, más víctimas contabilizan y también, los que tienen más desaparecidos, muertos y exiliados entre sus filas.
La OCPO, o Poder Obrero, como también se la llamaba, era una agrupación de menor desarrollo en el tiempo, que dio lugar a su propio brazo armado, las Brigadas Rojas de Poder Obrero, durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón. Compuesta mayoritariamente por estudiantes, ideológicamente era marxista leninista, no trotskista ni guevarista, y se inspiraban en el sindicalismo clasista de Sitrac-Sitram (ambos gremios de Fiat Córdoba) y, habían tenido un gran éxito con una huelga en Villa Constitución, Santa Fe.
Su objetivo era formar un frente de masas que desviara a las clases populares desde el peronismo hacia una izquierda radicalizada, lo que chocaba con dos factores de la realidad: el primero, su escasa convocatoria. Eran eníitre 500 y 1.500 incluyendo militantes y simpatizantes, muy lejos de los 600 militantes activos y 20.000 simpatizantes que llegó a tener el ERP, según estudios académicos.
La mirada idealizada hacia la revolución cubana, China, Argelia, Vietnam, procesos tan complejos y tan diferentes entre sí, eran los ejemplos a seguir para instaurar mediante la violencia un socialismo revolucionario en Argentina. Descreían de la democracia, “por burguesa” y se proponían boicotear las elecciones de 1973 que pusieron fin a la dictadura de Alejandro Lanusse. Pero la sorpresa que significó la victoria del justicialismo ese año tuvo un efecto devastador en el grupo. Decidieron emprender “la lucha armada contra el capitalismo, el imperialismo y la opresión”, como recuerda hoy un ex integrante de esa agrupación. Entonces, en plena democracia, formaron las Brigadas Rojas del Poder Obrero.
Inexpertos, eligieron objetivos accesibles, como Domingo Lozano y Pedro Etchevehere, dos civiles desarmados; un cabo del ejército de 20 años que no ofreció resistencia, como Jorge Bulacio; militares con poca o nula custodia, como Rafael Raúl Reyes o José Dalla Fontana. Esos asesinatos se produjeron en el lapso de un año, entre 1975 y 1976. Lejos de atraer a los trabajadores para “derrotar al capitalismo”, sembraron el miedo. La violencia anticipó en Córdoba lo que se extendería al resto del país, con la respuesta del terror del Estado, que utilizó los mismos métodos que decía combatir. Historia alejada ya en el tiempo y tan cercana en los dolores y las dificultades del país para sanar las heridas de su pasado trágico.
A pesar de que era un grupo reducido de militantes, la OCPO tuvo decenas de desaparecidos, muertos y exiliados. En 1977 los militares la habían aplastado.
Como la mayoría de los familiares de las víctimas civiles de los grupos guerrilleros no hicieron del dolor una militancia. Les faltó el apoyo del Estado que sí tuvieron los familiares de muertos y desaparecidos por la represión de la dictadura.
El camino hacia la justicia del presidente Raúl Alfonsín, con el juicio a las juntas y a los jefes guerrilleros, se cortó abruptamente con los indultos de Carlos Menem, Luego el kirchnerismo utilizó políticamente a las agrupaciones de derechos humanos. Cristalizó, como dice Claudia Hilb, una idea romántica y épica de los grupos armados, una versión tergiversada de la memoria.
Infinidad de documentales, libros y notas periodísticas explican los ‘70 con ese sesgo.
Es lo que se puede apreciar, por ejemplo, en el documental “Asociaciones libres y lícitas” de Ana Mohaded en el que un grupo de ex integrantes de OCPO recuerda sus tiempos de lucha en un clima por momentos de estudiantina, por momentos de nostalgia. Se habla de empatía, humanismo, experiencia solidaria y “acciones tremendamente significativas”. Uno de los participantes, Francisco Sobrero, acota: “Situaciones que serían difícilmente entendibles en otro clima moral, como el del presente”. Otro, Juan Quiñones, asegura: “Tenemos que hacer un análisis juntos. No podemos decir solo que no estuvimos a la altura de las circunstancias, sino que lo que nosotros logramos es lo que la gente está viviendo. Este espacio de libertad también se debe a nuestra lucha”.
La autocrítica se limita a cuestiones de estrategia política, de no haber entendido el rol del peronismo en la política o de que Argentina era un país industrial y urbano, al contrario de Cuba o Vietnam, y de no haber sido lo suficientemente maduros políticamente.
Solo se menciona a las Brigadas Rojas al final, de forma tangencial. La violencia casi no se nombra, a diferencia de los comunicados de la OCPO de esa época, que eran explícitos. Como al pasar se lee una frase que todavía se usa para inspirar a los alumnos de alguna facultad cuando se les pide un trabajo sobre los desaparecidos: “He vivido por la alegría, por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza nunca sea unida a mi nombre”.
Un ex militante de la OCPO que no participó en el documental y prefiere no revelar su nombre, advierte que ninguno de las voces del documental se arrepiente por haber utilizado la violencia durante un gobierno democrático. “Mucha nostalgia, una argumentación política muy pobre. Y una estética de paz y amor que no tiene sentido, cuando en realidad reivindicaban la violencia y querían una sociedad totalitaria”, señala.
Intentamos hablar con Ana Mohaded, autora del documental, pero declinó hacerlo.
Lo que para unos es recuerdo de “un lindo tiempo”, como dice una ex militante, para otros es un recordatorio del sufrimiento, el olvido y hasta el desprecio. “Me molesta mucho ver a personas que participaron en el asesinato de mi papá desfilar por los canales de televisión hablando de derechos humanos, de su propio sufrimiento sin considerar el de los demás; tratados como grandes idealistas. Los idealistas no matan”, agrega Delia Lozano.
La falta de autocrítica no es algo exclusivo de la OCPO. Tampoco el ERP ni Montoneros asumieron responsabilidades por sus crímenes. Incluso en la actualidad Mario Firmenich sigue reivindicando todo lo actuado.
Pero así como no se habla de los civiles o militares desarmados, tampoco se mencionan los muchos casos en los que los ajusticiados eran víctimas de sus propios compañeros. La debilidad física en un entrenamiento en el monte salteño, la idea de dejar las filas por no aceptar matar o la mera sospecha de haber pasado información derivaron en las llamadas ejecuciones revolucionarias.
Hubo casos aislados y de enorme valentía de personas que asumieron su parte de responsabilidad en esos años, como los de Oscar del Barco, Héctor Leis y Claudia Hilb. Ellos y otros abrieron una puerta. Supieron bajarse del altar de la superioridad moral en el que se habían colocado durante la militancia en los ‘70 y en que fueron reafirmados a partir de 2003.
Ese descenso al llano requiere grandeza, introspección, reconocer las propias debilidades y el dolor del otro, asumir las culpas, pedir perdón. Hasta que eso suceda, todo intento de diálogo será imposible y seguiremos inmersos en esta lógica binaria que parece cada día más insalvable.
Por otra parte, hay otra falencia que será difícil revertir: no hay un registro oficial de cuántas y quiénes fueron las víctimas de las organizaciones armadas. Mucho menos, reconocimiento de cualquier tipo. A veces alguien quedaba en medio de un tiroteo y su muerte no era registrada como una consecuencia del accionar violento, sobre todo cuando ocurría en barrios vulnerables o zonas rurales. A veces no se sabía qué grupo armado era el que había actuado, o si habían sido fuerzas de seguridad, parapoliciales o militares. Sobre eso poco se ha hecho y el temor a ser señalado como pro dictadura o incluso negacionista desalienta iniciativas de recuperación de la verdad histórica.
Lo o que hay que remediar, es que todavía seguimos sin poder hablar en términos civilizados y democráticos de esos otros muertos, víctimas trágicas de una revolución ficticia.
Alejandra Conti
(*) Se refiere a “Hijos de los ‘70, historias de la generación que heredó la tragedia argentina”, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny.